miércoles, 22 de noviembre de 2017


   


Acteón, era un noble humano, no tenía otra afición que la caza.  Un día, después de haber matado innumerables animales salvajes sobre el monte Citerón, y cuando el sol era más ardiente, llamó junto a sí a sus compañeros para que dejaran la caza.  Todos le obedecieron y se entregaron al descanso.  Muy cerca de donde estaban se extendía el valle de Gargafia, consagrado a la diosa Diana.  Era un paraje lleno de encantos, sombreado de pinos y cipreses bajo cuyas ramas corría el agua fresca y transparente entre dos riberas esmaltadas de flores.  Allí la diosa Diana, cansada de sus correrías, acababa de llegar con las ninfas, divinidades bellísimas,  que componen su séquito, con el propósito de bañarse.  Acteón, que vagaba por el bosque sin rumbo fijo, tuvo la desgracia de penetrar en ese vallecito y acercarse al mismo riachuelo.  Las ninfas al advertir el ruido y viendo que las  ramas hacía ruido, lanzaron un grito de espanto.  Diana se enfadó enormemente con el cazador  y recogiendo en el hueco de su mano el agua de la corriente, se la echa a la cara;  en aquel mismo momento, por arte de magia,  su cabeza aparece coronada por cuernos arborescentes, su cuello se prolonga, sus brazos se convierten en piernas largas y delgadas y todo su cuerpo queda cubierto de un pelo jaspeado;  en definitiva, Acteón es ya un ciervo.  Sus perros al descubrirle, le atacan.  Acteón quiere gritarles:  “Soy yo, vuestro amo!”, pero su garganta ya no puede emitir sonido alguno y muere poco después destrozado por los mismos perros que había amaestrado y alimentado y que poco antes saltaban de alegría a su alrededor prodigándole las más tiernas muestras de cariño.”


jueves, 9 de noviembre de 2017

CUENTO POPULAR DE EL PADRINO







Érase un pobre tan pobre que no tenía con que vestir el octavo hijo que iba a traerle la cigüeña, ni qué dar de comer a los otro siete. Un día salió de su casa porque le partía el corazón oírlos llorar y pedirle pan.  Echó a andar, sin saber adónde, y después de haber estado andando, andando, todo el día se encontró por la noche a la entrada de una cueva de ladrones. El capitán salió a la puerta. ¡Era terrible!
-          ¿Quién eres? ¿Qué quieres? – le preguntó con voz de trueno.
-          Señor, soy un infeliz que no hago mal a nadie- respondió el pobrecillo hincándose de rodillas-. Me he salido de mi casa por no oír a mis pobres hijos pidiéndome pan, que no puedo darles.

El capitán tuvo compasión del pobrecillo, y habiéndole dado de comer y regalarle una bolsa de dinero y un caballo le dijo:

-          Vete, y cuando la cigüeña te traiga el otro hijo, avísame, y seré tu padrino.

Pues el hombre se volvió a casa tan contento, que no le cabía el corazón en el pecho pensando en la alegría que daría a su mujer y sus hijos. Pero cuando llegó la cigüeña ya había traído al niño, el cual estaba en la cama con su madre. Entonces se fue a la cueva y le dijo al bandolero lo que había sucedido, y el capitán le prometió que aquella noche estaría en la iglesia y cumpliría su palabra. Así lo hizo, y tuvo al niño en la pila, y le regaló un saco lleno de oro.

 Pero al poco tiempo el niño se murió, y se fue la Cielo. San Pedro, que estaba en la puerta, le dijo que se colara; pero él respondió:

-          No entro, si no entra mi padrino conmigo.
-          ¿Y quién es tu padrino? – le preguntó el santo.
-          Un capitán de bandoleros.
-          Pues tú puedes entrar, pero tu padrino, no- respondió San Pedro.

El niño se sentó muy triste en la puerta, con la mano puesta en la mejilla. Acertó a pasar por allí Jesús, y le dijo:

-          ¿Por qué no entras, niño?
-          No quiero entrar si no entra mi padrino-respondió una vez más el niño.

El niño cruzó sus manos y se puso a llorar, y lloró tanto que Jesús se compadeció de él. Se fue y volvió con una copita de oro en las manos; se la dio al niño, y le dijo:

-          Ve a buscar a tu padrino y dile que llene esta copa con lágrimas de arrepentimiento, y entonces podrá entrar contigo en el Cielo. Toma estas alas de plata y echa a volar.
El ladrón estaba durmiendo en una peña con la escopeta en una mano y la navaja en la otra. Al despertar vio, frente a sí, un precioso niño sentado en una mata, con unas alas de plata que relumbraban al sol y una copa de oro en la mano.

El ladrón se restregó los ojos pensando que estaba soñando, pero el niño le dijo:

-          Soy yo, tu ahijado. Y le contó todo lo que le había ocurrido. Entonces el corazón del ladrón se abrió como una granada y sus ojos vertían agua como una fuente. Su dolor fue tan agudo, y tan vivo su arrepentimiento, que le penetraron en el pecho como dos puñales, y murió. Entonces el niño tomó la copa llena de lágrimas y voló con el alma del su padrino al cielo, saludaron a Jesús que les esperaba y vivieron felices siempre.

(Popular andaluz, en “La Gaviota”, de Fernán Caballero)

CUENTO DE MEDIOPOLLITO


Érase una vez una hermosa gallina, que vivía muy cómodamente en un cortijo, rodeada de su numerosa familia, entre la cual se distinguía un pollo deforme y estropeado. Pues éste era, justamente, el que la madre quería más; que así hacen siempre las madres. El tal aborto, que había nacido de un huevo muy chitiquitillo, no era más que un pollo a medias; y no parecía sino que la espada del rey Salomón había ejecutado en él la sentencia que en cierta ocasión pronunció aquel rey tan sabio. No tenía más que un ojo, un ala y una pata, y con todo esto, tenía más humos que su padre, el cual era el gallo más gallardo, más valiente y más galán que había en todos los corrales en veinte leguas a la redonda. Se creía el polluelo el elegido de su casta. Si los demás pollos se burlaban de él, pensaba que era por envidia, y si lo hacían las pollas, decía que era de rabia, por el poco caso que de ellas hacía.



  Un día le dijo a su madre.

-                     Oiga usted, madre: el campo me fastidia. Me he propuesto ir a la corte a ver al rey y la reina



   La pobre madre se echó a temblar al oír aquellas palabras.



-                     Hijo- exclamó-, ¿quién te ha metido en la cabeza semejante desatino? Tu padre no salió jamás de su tierra, y ha sido la honra de su casta. ¿Dónde encontrarás un corral como el que tienes? ¿Dónde un montón de estiércol más hermoso? ¿Un alimento más sano y abundante, un gallinero tan abrigado cerca del andén, una familia que más te quiera?

-                     Nego – dijo Medio-pollito en latín, pues se las echaba de leído y escribido-; mis hermanos son unos ignorantes y unos paletos.

-                     Pero, hijo mío – repuso la madre-, ¿no te has mirado en el espejo? ¿no te ves con una pata y un ojo menos?

-                     Ya que sale usted por ese registro – replicó Mediopollito-, diré que debía caerse usted muerta de vergüenza al verme en este estado. Usted tiene la culpa, y nadie más. ¿De qué huevo he salido yo al mundo? ¿A qué fue del de un gallo viejo?

-                     No, hijo mío, de esos huevos no salen más que horribles pollos. Naciste del último huevo que yo puse; y saliste débil e imperfecto porque aquél era el último de la overa. No ha sido por culpa mía.

-                     Puede ser – dijo Mediopollito con la cresta encendida de rabia como la grana-, puede ser que me encuentre un cirujano diestro, que me ponga los miembros que me falta. Con que, no hay remedio: me marcho.



-  Cuando su madre vio que no había forma de convencerle, le dijo:



-                     Escucha, por lo menos, hijo mío, unos consejos prudentes de buena madre; huye de ciertos hombres que hay en el mundo, llamados cocineros, que son enemigos mortales nuestros, y nos tuercen el cuello en un santiamén. Y ahora ve a que tu padre te dé la bendición.






     Mediopollito se acercó a su padre, bajó la cabeza para besarle la pata, y le pidió la bendición. El venerable gallo se la dio con más dignidad que ternura, pues conocía el mal fondo de su hijo. La madre se enterneció y lloró desconsoladamente, y secó sus lágrimas con hojas secas.

  Mediopollito tomó la maleta, batió el ala y cantó tres veces en señal de despedida. Al llegar a las orillas de un arroyo casi seco, porque era verano, se encontró con que el escaso hilo de agua se encontraba detenido por unas ramas. El arroyo, al ver al caminante, el dijo:



-                     Ya ves, amigo, qué débil estoy; apenas puedo dar un paso. Ni tengo fuerzas bastantes para empujar esas ramillas. Tú puedes sacarme fácilmente de ese apuro, apartándolas con tu pico. Así podrás contar con mis servicios cuando el agua del cielo haya restablecido mis fuerzas.



  El pollito le respondió:



-                     Puedo, pero no quiero. ¿Acaso tengo yo cara de criado de arroyos pobres y miserables?

-                     ¡Ya te acordarás de mí cuando menos lo pienses! – murmuró el arroyo con voz debilitada.



   Un poco más lejos encontró al viento, que estaba tendido y casi sin fuerzas en el suelo.



-                     Querido Mediopollito – le dijo-; en este mundo todos tenemos necesidad unos de otros. Mira cómo me ha puesto este día de calor. Apenas puedo moverme. Si tú quisieras levantarme dos dedos del suelo con tu pico, y abanicarme con tu ala podría volver a mi caverna con mis hermanas las tormentas.

-                     No, caballero, que a cada puerco le toca su San Martín- respondió el malvado pollito-.



   Esto dijo, cantó tres veces con voz clara y pavoneándose siguió su camino.



  En medio del campo segado al que habían pegado fuego unos labradores, se alzaba una columnita de humo. Mediopollito se acercó y vio la chispa diminuta, que se iba apagando unos instantes entre sus cenizas.



-                     Amado Mediopollito – le dijo la chispa al verle-, a buena hora vienes a salvarme la vida. Por falta de alimento estoy en el último trance. No sé dónde se ha metido mi primo el viento, que es el que siempre me salva. Tráeme unas pajitas para reanimarme.

-                     Revienta, si te la gana, que maldita la falta que me haces.

-                     ¡Quién sabe si te haré falta algún día!

-                     ¿Qué todavía hablas? – dijo el perverso animal-. Pues tómate esa.



   Y diciendo esto, le cubrió de cenizas. Tras lo cual se puso a cantar, como era su costumbre, muy contento como si hubiera hecho una gran hazaña.

    Por fin llegó a la ciudad, al palacio, donde quiso entrar para ver al rey y la reina, y los centinelas le gritaron: “¡Atrás!” y tuvo que entrar por una puerta trasera donde había mucha gente entrando y saliendo. Preguntó quiénes eran, y supo que eran los cocineros de su majestad. En lugar de huir, como se lo había prevenido su madre, sólo por desobedecer, entró muy erguido de cresta y cola; pero uno de los mozos le echó el guante y el agarró por el pescuezo en un abrir y cerrar de ojos.



-                     Vamos – dijo-, agua para desplumar a este bichejo.

-                     ¡Agua, mi querida doña Cristalina – dijo el pollito – haz el favor de no escaldarme! ¡Ten piedad!...Compadécete de mí...

-                     ¡La tuviste tú cuando te pedí socorro, mal engendro! – le respondió el agua, hirviendo de cólera. Y le inundó de arriba abajo, mientras los pinches le dejaban sin una pluma.

El cocinero, entonces, le puso en el asador.



-                     ¡Fuego! ¡Brillante fuego! Tú, que eres tan poderoso y resplandeciente, duélete de mi situación, reprime tu ardor, apaga tus llamas, no me quemes.



-                     ¡Bribonazo! – respondió el fuego-¿Cómo tienes valor de acudir a mí, después de haberme ahogado? Acércate y verás lo que es bueno.






   Y, en efecto, no se contentó con dorarle, sino que le abrasó hasta ponerle como un carbón.



   Cuando el cocinero le vio en tal estado, le agarró de la pata y lo tiró por la ventana. Entonces el viento se apoderó de él.



-                     Viento – grito Mediopollito-, mi querido viento, mi venerado viento; tú que reinas en todo, poderoso de poderosos, ten compasión y déjame tranquilo en ese montón de estiércol.



-                     ¡Dejarte! – rugió el viento arrebatándolo en un torbellino y volteándole en el aire como un trompo.



   Y el viento depositó a Mediopollito en lo alto de un campanario. Y quedó clavado de firme. Desde entonces ocupa aquel puesto, negro, flaco y desplumado, azotado por la lluvia y empujado por el viento. Ya no se llama Mediopollito, sino veleta. Allí está pagando sus culpas, su desobediencia, su orgullo y su maldad. Y sólo se acuerda de él su madre en las largas y tristes tardes del invierno.



(Popular andaluz, de “La Gaviota” de Fernán Caballero)


viernes, 3 de noviembre de 2017

EL DESTINO DE LAS ALMAS DESPUÉS DE LA MUERTE


Cuando las almas descienden al Infierno, cuya entrada principal se halla en un bosque de álamos negros junto al océano, los piadosos parientes proveen a cada una con una moneda que colocan bajo la lengua de su cadáver. Así pueden pagar a Caronte, el avaro que los transporta en una embarcación desvencijada al otro lado del Estigia. Este río aborrecible linda con el Infierno por el lado occidental.

Un perro de tres cabezas o, según dicen algunos, de cincuenta, llamado Cerbero, guarda la orilla opuesta del Estigia, dispuesto a devorar a los intrusos vivientes o a las almas fugitivas.


La primera región del Tártaro contiene los tristes Campos de Asfódelos, donde las almas de los héroes vagan sin propósito entre las multitudes de muertos menos distinguidos que se agitan como murciélagos. No hay uno solo que no prefiriese vivir esclavo de un campesino pobre a gobernar en todo el Tártaro. Su único placer consiste en los vertidos de sangre que les proporcionan los vivientes; 

En las cercanías, las almas recién llegadas son juzgadas a diario por Minos, Radamantis y Eaco en un lugar donde confluyen tres caminos. Radamantis juzga a los asiáticos y Eaco a los europeos, pero ambos remiten los casos difíciles a Minos. A medidla que se dicta cada sentencia las almas son conducidas por uno de los tres caminos: el que lleva de vuelta a las Praderas de Asfódelos, si no son virtuosas ni malas; el que lleva al campo de castigos del Infierno si son malas; y el que lleva a los jardines del Elíseo si son virtuosas.

El Elíseo, gobernado por Crono, se halla cerca de los dominios de Hades y su entrada está próxima al estanque del Recuerdo, pero no forma parte de ellos; es una región feliz donde el día es perpetuo, sin frío ni nieve; donde nunca cesan los juegos, la música y los jolgorios, y donde los habitantes pueden elegir su renacimiento en la tierra en cualquier momento que lo deseen. En las cercanías están las Islas de los Bienaventurados, reservadas para quienes han nacido tres veces y han alcanzado tres veces el Elíseo.

viernes, 27 de octubre de 2017

EL MITO DE APOLO Y DAFNE








Orgulloso Apolo con esta victoria frente a la monstruosa serpiente Pitón, se atrevió a desafiar al Amor y sus dardos. “Nunca sufriré de amor. Soy tan hermoso que sufrirán todas por mí, mientras yo me reiré en sus narices”. Así pensaba en voz alta. Pero   El hijo de Venus le oyó y decidió tomarse cumplida venganza: sacó de su carcaj dos flechas, una de las cuales terminaba en una punta de oro e infundía el amor, la otra tenía la punta de plomo inspiraba el odio o el desdén.  Cupido dirigió la primera contra Apolo y disparó la segunda Dafne, hija del río Peneo.  Inmediatamente el dios sintió una violenta pasión por la ninfa y ella, lejos de corresponder a sus ternuras, huía de sus miradas. Apolo corrió tras ellas, a través de la pradera por donde serpentea el río, ya está a punto de alcanzarla y ella, desesperada, implora la ayuda de los dioses, que la transforman en laurel.  Apolo sólo pudo estrechar entre sus brazos un tronco inanimado.  Transido de dolor, arrancó del tronco algunas ramas y con ellas se tejió una corona, para llevar consigo lo que quedó de Dafne, para recordarla en cada momento, para comprender la dureza terrible del amor verdadero.

HIJOS DE VENUS



Convencida de que el dios Hermes (Mercurio)  la amaba, Afrodita pasó una noche con él y el fruto de su unión fue Hermafrodito, un ser de doble sexo.  Más tarde Afrodita se entregó a Dionisio y tuvo con él a Priapo, un niño feo con enormes órganos genitales;  fue Hera quien le dio ese aspecto sucio, porque censuraba las constantes relaciones sexuales de Afrodita. Hera, la mujer de Zeus, es la diosa del matrimonio. Príapo Es jardinero y lleva en la mano una podadera.

Pero su hijo preferido es Eros o el Amor, dios maligno, seductor; apenas vino al mundo cuando Zeus, previniendo los daños que este niño podría causar, mandó a Afrodita que le hiciese desaparecer.  Esta, para sustraerlo de la mirada del señor de los dioses, lo ocultó en lo más denso de los bosques, y allí, Eros fue amamantado por leones y tigres.  Cuando se sintió robusto se construyó un arco de fresno y con madera de ciprés hizo las flechas.  A su capricho les puso puntas de oro o de plomo. Si son de oro, condena a la persona que recibe la herida a amar desesperadamente. Si son de plomo, te condena a odiar a la persona que te quiera. Ejercitándose en el tiro, se adiestró en el arte de hacer a los hombres víctimas de sus flechas...Se le representa siempre con alas, porque revolotea entre los hombres, y lleva los ojos vendados para indicar que el amante no ve en el objeto de su amor las faltas y los defectos.”

Las infidelidades de Venus

Rara vez se podía convencer a Venus para que prestase a las diosas su ceñidor mágico, que hacía que todos se enamorasen de su portadora, pues era celosa de su posición. Zeus le había dado en matrimonio a Vulcano, el dios herrero cojo; pero el verdadero padre de los tres hijos que ella le dio -Fobos, Deimos y Harmonia - era Ares (Marte), el robusto, el impetuoso, el ebrio y pendenciero Dios de la Guerra. Vulcano no se enteró de la infidelidad hasta que una noche los amantes se quedaron demasiado tiempo juntos en el lecho en el palacio de Ares en Tracia; cuando el dios Apolo que representa al sol se levantó los vio en su entretenimiento y le fue con el cuento a Vulcano.



     Vulcano se retiró airado a su fragua, y a golpes de martillo, forjó una red de caza de bronce, fina como una telaraña, pero irrompible, que ató secretamente a los postes y a los lados de su lecho matrimonial.  A Venus, que volvía de una de sus visitas a Ares toda sonrisas, le dijo: “Te ruego que me excuses, querida esposa, pero voy a tomar unas breves vacaciones en Lemnos, mi isla favorita”.  Afrodita, claro está, no se ofreció a acompañarle y en cuanto se hubo perdido de vista se apresuró a llamar a Ares, quien llegó enseguida.  Los dos se acostaron alegremente, pero cuando quisieron levantarse al amanecer se encontraron enredados en la red, desnudos y sin poder escapar.  Vulcano volvió de su viaje y llamó a todos los dioses para que fuesen testigos de su deshonor.  Luego anunció que no pondría en libertad a su esposa hasta que le devolviesen los valiosos regalos con que había pagado a Zeus, su padre.



       Los dioses corrieron a presenciar el aprieto en que se hallaba Afrodita, pero las diosas, por delicadeza, se quedaron en sus alojamientos.  Apolo, tocando el codo disimuladamente a Mercurio, le preguntó: ¿No te gustaría en el lugar de Ares, a pesar de la red?
      Mercurio juró por su cabeza que le gustaría aunque hubiese tres veces más redes y todas las diosas le mirasen con desaprobación.  Esto hizo que ambos dioses rieran ruidosamente, pero Zeus estaba tan disgustado que se negó a devolver los regalos de boda o a intervenir en una disputa vulgar de matrimonio.  Le dio a Vulcano que había cometido una tontería haciendo pública su infidelidad.  Neptuno, quien al ver el cuerpo desnudo de Venus también se había enamorado de ella, ocultó sus celos de Ares y fingió que simpatizaba con Vulcano y su petición.

- Puesto que Zeus se niega a ayudar - dijo -, yo me encargo de que Ares, como precio por su libertad, pague el equivalente de los regalos de boda en cuestión.

- Todo eso está muy bien replicó Vulcano lúgubremente -, pero si Ares no cumple, tú tendrás que ocupar su lugar bajo la red.

- ¿En compañía de Venus?- dijo Apolo riendo.

- Yo no puedo creer que Ares no cumplirá -dijo Nepltuno noblemente-, pero si así fuera, estoy dispuesto a pagar la deuda y casarme yo mismo con Afrodita.


      En consecuencia, Ares fue puesto en libertad y volvió a Tracia.  Ni que decir tiene que Ares no cumplió, ¿por qué había de pagar él?  Al final nadie pagó, porque Vulcano estaba locamente enamorado de Afrodita y no tenía verdadera intención de divorciarse de ella”

viernes, 29 de septiembre de 2017

LOS CHICOS. Ana María Matute

Los chicos. Ana María Matute

Eran cinco o seis, pero así, en grupo, viniendo carretera adelante, se nos antojaban quince o veinte. Llegaban casi siempre a las horas achicharradas de la siesta, cuando el sol caía de plano contra el polvo y la grava desportillada de la carretera vieja, por donde ya no circulaban camiones ni carros, ni vehículo alguno. Llegaban entre una nube de polvo que levantaban sus pies, como las pezuñas de los caballos. Los veíamos llegar y el corazón nos latía de prisa. Alguien, en voz baja, decía: «¡Que vienen los chicos…!» Por lo general, nos escondíamos para tirarles piedras, o huíamos.

Porque nosotros temíamos a los chicos como al diablo. En realidad, eran una de las mil formas de diablo, a nuestro entender. Los chicos, harapientos, malvados, con los ojos oscuros y brillantes como cabezas de alfiler negro. Los chicos, descalzos y callosos, que tiraban piedras de largo alcance, con gran puntería, de golpe más seco y duro que las nuestras. Los que hablaban un idioma entrecortado, desconocido, de palabras como pequeños latigazos, de risas como salpicaduras de barro. En casa nos tenían prohibido terminantemente entablar relación alguna con esos chicos. En realidad, nos tenían prohibido salir del prado bajo ningún pretexto. (Aunque nada había tan tentador, a nuestros ojos, como saltar el muro de piedras y bajar al río, que, al otro lado, huía verde y oro, entre los juncos y los chopos.) Más allá, pasaba la carretera vieja, por donde llegaban casi siempre aquellos chicos distintos, prohibidos.

Los chicos vivían en los alrededores del Destacamento Penal. Eran los hijos de los presos del Campo, que redimían sus penas en la obra del pantano. Entre sus madres y ellos habían construido una extraña aldea de chabolas y cuevas, adosadas a las rocas, porque no se podían pagar el alojamiento en la aldea, donde, por otra parte, tampoco eran deseados. «Gentuza, ladrones, asesinos.. .» decían las gentes del lugar. Nadie les hubiera alquilado una habitación. Y tenían que estar allí. Aquellas mujeres y aquellos niños seguían a sus presos, porque de esta manera vivían del jornal que, por su trabajo, ganaban los penados.

El hijo mayor del administrador era un muchacho de unos trece años, alto y robusto, que estudiaba el bachillerato en la ciudad. Aquel verano vino a casa de vacaciones, y desde el primer día capitaneó nuestros juegos. Se llamaba Efrén y tenía unos puños rojizos, pesados como mazas, que imponían un gran respeto. Como era mucho mayor que nosotros, audaz y fanfarrón, le seguíamos adonde él quisiera.

El primer día que aparecieron los chicos de las chabolas, en tropel, con su nube de polvo, Efrén se sorprendió de que echáramos a correr y saltáramos el muro en busca de refugio.

-Sois cobardes -nos dijo-. ¡Esos son pequeños!

No hubo forma de convencerle de que eran otra cosa, de que eran algo así como el espíritu del mal.

-Bobadas -nos dijo. Y sonrió de una manera torcida y particular, que nos llenó de admiración. 7

Al día siguiente, cuando la hora de la siesta, Efrén se escondió entre los juncos del río. Nosotros esperábamos, detrás del muro, con el corazón en la garganta. Algo había en el aire que nos llenaba de pavor. (Recuerdo que yo mordía la cadenita de la medalla y que sentía en el paladar un gusto de metal raramente frío. Y se oía el canto crujiente de la cigarra entre la hierba del prado.) Echados en el suelo, el corazón nos golpeaba contra la tierra.

Al llegar, los chicos escudriñaron hacia el río, por ver si estábamos buscando ranas como solíamos. Y para provocarnos, empezaron a silbar y a reír de aquella forma de siempre, opaca y humillante. Era su juego: llamarnos sabiendo que no apareceríamos. Nosotros seguíamos ocultos y en silencio. Al fin, los chicos abandonaron su idea y volvieron al camino, trepando terraplén arriba. Nosotros estábamos anhelantes y sorprendidos, pues no sabíamos lo que Efrén quería hacer.

Mi hermano mayor se incorporó a mirar por entre las piedras y nosotros le imitamos. Vimos entonces a Efrén deslizarse entre los juncos como una gran culebra. Con sigilo trepó hacia el terraplén, por donde subía el último de los chicos, y se le echó encima.

Con la sorpresa, el chico se dejó atrapar. Los otros ya habían llegado a la carretera y cogieron piedras, gritando. Yo sentí un gran temblor en las rodillas, y mordí con fuerza la medalla. Pero Efrén no se dejó intimidar. Era mucho mayor y más fuerte que aquel diablillo negruzco que retenía entre sus brazos, y echó a correr arrastrando a su prisionero al refugio, donde le aguardábamos. Las piedras caían a su alrededor y en el río, salpicando de agua aquella hora abrasada. Pero Efrén saltó ágilmente sobre las pasaderas y, arrastrando al chico, que se revolvía furiosamente, abrió la empalizada y entró con él en el prado. Al verlo perdido, los chicos de la carretera dieron media vuelta y echaron a correr, como gazapos, hacia sus chabolas.

Sólo de pensar que Efrén traía a una de aquellas furias, estoy segura de que mis hermanos sintieron el mismo pavor que yo.

Nos arrimamos al muro, con la espalda pegada a él, y un gran frío nos subía por la garganta. Efrén arrastró al chico unos metros, delante de nosotros. El chico se revolvía desesperado e intentaba morderle las piernas, pero Efrén levantó su puño enorme y rojizo y empezó a golpearle la cara, la cabeza, la espalda. Una y otra vez, el puño de Efrén caía, con un ruido opaco. El sol, brillaba de un modo espeso y grande sobre la hierba y la tierra. Había un gran silencio. Sólo oíamos el jadeo del chico, los golpes de Efrén y el fragor del río, dulce y fresco, indiferente, a nuestras espaldas. El canto de las cigarras parecía haberse detenido. Como todas las voces.

Efrén estuvo un rato golpeando al chico con su gran puño. El chico, poco a poco, fue cediendo. Al fin, cayó al suelo de rodillas, con las manos apoyadas en la hierba. Tenía la cara oscura, del color del barro seco, y el pelo muy largo, de un rubio mezclado de vetas negras, como quemado por el sol. No decía nada y se quedó así, de rodillas. Luego, cayó contra la hierba, pero levantando la cabeza, para no desfallecer del todo.

Mi hermano mayor se acercó despacio, y luego nosotros. Parecía mentira lo pequeño y lo delgado que era. «Por la carretera parecían mucho más altos», pensé. Efrén estaba de pie a su lado, con sus grandes y macizas piernas separadas, los pies calzados con gruesas botas de ante. ¡Qué enorme y brutal parecía Efrén en aquel momento!

-¿No tienes aún bastante? -dijo en voz muy baja, sonriendo. Sus dientes, con los colmillos salientes, brillaban al sol-. Toma, toma…

Le dio con la bota en la espalda. Mi hermano mayor retrocedió un paso y me pisó. Pero yo no podía moverme: estaba como clavada en el suelo. El chico se llevó la mano a la nariz. Sangraba, no se sabía si de la boca o de dónde.

Efrén nos miró.

-Vamos -dijo-: Este ya tiene lo suyo-.

Y le dio con el pie otra vez.

-¡Lárgate, puerco! ¡Lárgate en seguida! Efrén se volvió, grande y pesado, despacioso hacia la casa, muy seguro de que le seguíamos. Mis hermanos, como de mala gana, como asustados, le obedecieron. Sólo yo no podía moverme, no podía, del lado del chico. De pronto, algo raro ocurrió dentro de mí. El chico estaba allí, tratando de incorporarse, tosiendo. No lloraba. Tenía los ojos muy achicados, y su nariz, ancha y aplastada, brillaba extrañamente. Estaba manchado de sangre. Por la barbilla le caía la sangre, que empapaba sus andrajos y la hierba. Súbitamente me miró. Y vi sus ojos de pupilas redondas, que no eran negras, sino de un pálido color de topacio, transparentes, donde el sol se metía y se volvía de oro. Bajé los míos, llena de una vergüenza dolorida.

El chico se puso en pie despacio. Se debió herir en una pierna, cuando Efrén le arrastró, porque iba cojeando hacia la empalizada. No me atreví a mirar su espalda, renegrida, y desnuda entre los desgarrones. Sentí ganas de llorar, no sabía exactamente por qué. Únicamente supe decirme: “Si sólo era un niño. Si era nada más que un niño, como otro cualquiera”.

FIN

EL RAPTO DE PROSERPINA


Proserpina, la hija de Ceres, vivía retirada en Sicilia junto a las campiñas del Etna, y allí gustaba  de pasar su juventud en paz e inocencia.  Un día que se entretenía con sus compañeras cogiendo flores recién abiertas, mientras estaba arrancando un narciso, se abrió la tierra y de ella brotó el dios que a muchos humanos acoge, el hijo de Cronos, el cual la izó por la cintura y la montó en su carro tirado por yeguas inmortales, en tanto que ella lanzaba fuertes gritos e invocaba a su padre Zeus, poderoso y excelso, pero el dios con su presa con un golpe seco se hundió en el reino de las tinieblas.


  Al tener Ceres noticia de tanta desventura, partió precipitadamente en busca de su hija, recorrió las montañas, exploró las cavernas y los bosques, atravesó los ríos, encendió  al caer la noche dos antorchas para continuar su camino a través de la oscuridad.  Una vez que llegó al lago de Siracusa encontró en su ribera el velo de su amada hija y comprendió que su raptor había pasado por aquel lugar; después supo por la boca de la ninfa Aretusa que el audaz amante se llama Hades...

  A tal noticia, se sentó Ceres sobre una roca y rompió en terrible llanto.  Tan espantosos y formidables eran sus sollozos que se podía oír desde cualquier lugar del mundo, por apartado que fuera.  En su desesperación se arrancó los cabellos y las vestiduras y maldijo a la tierra, que hasta entonces había cuidado con gran amor e interés. Peor a partir de entonces Ceres se volvió descuidada, y la tierra se condenó a la esterilidad.  Más tarde se dirigió presurosa hacia el Olimpo y cuando llegó a Zeus, le imploró toda bañada en lágrimas, que hiciera todo lo posible por devolverle a su hija. Zeus, conmovido, prometió a Ceres que su hija regresaría a su lado con una condición: que no tomara ningún alimento en el mundo de los muertos.


  Enviado por Zeus, Hermes fue a reclamar a Proserpina a Hades, pero éste, astutamente, le hizo comer a la joven unos granos de granada, por lo que ya inexorablemente quedaría ligada al más allá. Júpìter, que no quería indisponerse con Hades pero que tampoco quería dejar de ayudar a Ceres, concedió lo siguiente:  Proserpina viviría seis meses al año con su marido y otros seis meses con su madre.


  Tal decisión conformó a Ceres que, volviendo a sonreír, produjo el renacer de la naturaleza y volvió la fertilidad a la tierra.  Desde entonces, cuando Proserpina vive con su marido en el mundo subterráneo, la tierra se cubre de hielo, dolor y tristeza, los árboles pierden sus hojas y se marchitan las flores; las simientes enterradas en la profunda tierra esperan el momento en que Proserpina vuelva con su madre, y con ella la alegría y los frutos de los seres que pueblan la tierra.”

(Refundición de Ovidio, “Las metamorfosis”)

jueves, 2 de marzo de 2017

SELECCIÓN DE TEXTOS DE LA CELESTINA

TEXTO 1

EL HECHIZO DE CELESTINA PARA EMBRUJAR A MELIBEA
ELICIA.-iSantiguarme quiero, Sempronio! ¡Quiero hacer una raya en el agua! ¿Qué novedad es esta, venir hoy acá dos veces?
CELESTINA.-Calla, boba, déjale, que otro pensamiento traernos en que más nos va. Dime, ¿está desocupada la casa? ¿Se fue la moza que esperaba al ministro?
ELICIA.-Y aun después vino otra y se fue.
CELESTINA.-¿Sí? ¿Que no en balde?
ELICIA.-No, en buena fe, ni Dios lo quiera. Que aunque vino tarde, más vale a quien Dios ayuda.... etc.
CELESTINA.-Pues sube presto al desván alto de la solana y baja acá el bote del aceite serpentino, que hallarás colgado del pedazo de soga que traje del campo la otra noche, cuando llovía y hacía escuro. Y abre el cofre de los hilos y hacia la mano derecha hallarás un papel escrito con sangre de murciélago, debajo de aquel ala de dragón al que sacamos ayer las uñas. Mira no derrames el agua de mayo que me trajeron para preparar.
ELICIA.-Madre, no está donde dices. Jamás te acuerdas dónde guardas las cosas.
ELESTINA. -No me castigues, por Dios, a mi vejez; no me maltrates, Elicia. No presumas porque está aquí Sempronio, ni te crezcas que más me quiere a mí por consejera que a ti por amiga, aunque tú le ames mucho. Entra en la cámara de los ungüentos, y en la pelleja del gato negro, donde te mandé meter los ojos de la loba, le hallarás. Y baja la sangre del cabrón y unas poquitas de las barbas que tú le cortaste.
ELICIA.-Vuelve, madre, veslo aquí. Yo me subo y Sempronio arriba.


CELESTINA.-Conjúrote, triste Satán, señor de la profundidad infernal, emperador de la corte dañada, capitán soberbio de los condenados ángeles, señor de los sulfúreos fuegos que los hirvientes volcanes del Etna manan, gobernador y proveedor de los tormentos y atormentadores de las pecadoras almas, regidor de las tres furias, Tesífone, Megera y Aleto, administrador de todas las cosas negras del reino del infierno y con todas sus lágrimas y sombras infernales, mantenedor de las volantes y pavorosas hidras. Yo, Celestina, tu más conocida clienta te conjuro por la virtud y fuerza de estas rojas letras; por la sangre de aquella nocturna ave con que están escritas; por la gravedad de estos nombres y signos que en este papel se contienen; por el áspero veneno9 de las víboras de que este aceite fue hecho, con el cual unto   este hilado: vengas sin tardanza a obedecer mi voluntad, y en ello te envuelvas hasta que Melibea con aparejada oportunidad que haya lo compre y con ello de tal manera quede enredada que, cuanto más lo mire, tanto más su corazón se ablande a conceder mi petición, y se le abras y lastimes de crudo y fuerte amor de Calisto, tanto que, despedida toda honestidad, se descubra a mí y me galardone mis pasos y mensaje. Y esto hecho, pide y demanda de mí a tu voluntad. Si no lo haces con presto movimiento, me tendrás por capital enemiga; heriré con luz tus cárceles tristes y oscuras. Apremiaré con ásperas palabras tu horrible nombre. Y así, confiando en mi mucho poder, me parto para allá con mi hilado donde creo te llevo ya envuelto.

(Acto III)

Texto 2 ASESINATO DE CELESTINA


SEMPRONIO.-¡0h vieja avarienta, garganta muerta de sed por dinero! ¿No serás contenta con la tercer parte de lo ganado?
CELESTINA.-¿Qué tercera parte? Vete con Dios de mi casa tú. Y ese otro no dé voces, no  venga la vecindad. No me hagáis salir de seso, no queráis que salgan a plaza las cosas de Calisto y vuestras.
SEMPRONIO.-Da voces o gritos, que tú cumplirás lo que tú prometiste o se cumplirán hoy tus días.
ELICIA.-Mete, por Dios, la espada. Tenle. Pármeno, tenle, no la mate ese desvariado.
CELESTINA.-iJusticial ¡Justicia! ¡Señores vecinosl ¡Justicia, que me matan en mi casa estos rufianes!
SEMPRONIO.-¿Rufianes, o qué? Espera, doña hechicera, que yo te haré ir al infierno con cartas de presentación.
CELESTINA.-¡Ay, que me ha muerto! ¡Ay, ay! ¡Confesión, confesión!
PÁRMENO.-Dale, dale, acábala, pues comenzaste, que nos sentirán. ¡Muera! ¡Muera! De los enemigos, los menos.
CELESTINA.-¡Confesión!
ELICIA.- ¡Oh crueles enemigos! ¡En mal poder os veáis! ¡Y para quién tuvisteis manos! ¡Muerte es mi madre y mi bien todo!
SEMPRONIO.- ¡Huye, huye, Pármeno, que carga mucha gente! ¡Cuidado, cuidado, que viene el alguacil!
PÁRMENO.- ¡Oh, pecador de mí! Que no hay por dónde nos vamos que está tomada la puerta.
SEMPRONIO.- ¡Saltemos de estas ventanas. No muramos en poder de la justicia!
PÁRMENO.- Salta, que tras ti voy. 

(Acto XII)
TEXTO 3 MUERTE DE CALISTO


CALISTO.-Déjame, por Dios, señora, que puesta está la escala.
MELIBEA. -iOh desdichada yo! ¿Y cómo vas tan recio y con tanta prisa y desarmado, a meterte entre quien no conoces? Lucrecia, ven rápido acá, que  Calisto se ha ido a atender  unos gritos. Echémosle sus corazas por la pared, que se quedan acá.
TRISTAN.-Tente, señor, no bajes, que idos son; que no era sino Traso el cojo y otros bellacos, que pasaban voceando. Que ya se vuelve Sosia. Tente, tente, señor, agárrate fuerte a la escalera.
CALISTO.-iOh, válgame Santa María! ¡Muerto soy! ¡Confesión!
TRISTAN.-Llégate presto, Sosia, que el triste de nuestro amo se ha caído de la, y no habla ni se mueve.
SOSIA.-iSeñor, señor! ¡A esa otra puerta...! ¡Tan muerto es como mi abuelo! ¡Oh gran desventura!
LUCRECIA.-iEscucha, escucha! ¡Gran mal es éste!
MELIBEA. -¿Qué es esto que oigo, amarga de mí?
TRISTÁN -iOh mi señor y mi bien muerto! ¡Oh mi señor y nuestra honra despeñado! ¡Oh triste muerte y sin confesión! Coge, Sosia, esos sesos de esos cantos, júntalos con la cabeza del desdichado amo nuestro. ¡Oh día de aciago! ¡Oh arrebatado fin!
MELIBEA.-iOh desconsolada de mí! ¿Qué es esto? ¿Qué puede ser tan áspero acontecimiento como oigo?  Ayúdame a subir, Lucrecia, por estas paredes, veré mi dolor; si no, hundiré con alaridos la casa de mi padre.  ¡Mi bien y placer todo se ha convertido en humo! ¡Mi alegría se ha perdido!  ¡Se terminó  mi gloria!
(Acto XIX)