miércoles, 22 de noviembre de 2017


   


Acteón, era un noble humano, no tenía otra afición que la caza.  Un día, después de haber matado innumerables animales salvajes sobre el monte Citerón, y cuando el sol era más ardiente, llamó junto a sí a sus compañeros para que dejaran la caza.  Todos le obedecieron y se entregaron al descanso.  Muy cerca de donde estaban se extendía el valle de Gargafia, consagrado a la diosa Diana.  Era un paraje lleno de encantos, sombreado de pinos y cipreses bajo cuyas ramas corría el agua fresca y transparente entre dos riberas esmaltadas de flores.  Allí la diosa Diana, cansada de sus correrías, acababa de llegar con las ninfas, divinidades bellísimas,  que componen su séquito, con el propósito de bañarse.  Acteón, que vagaba por el bosque sin rumbo fijo, tuvo la desgracia de penetrar en ese vallecito y acercarse al mismo riachuelo.  Las ninfas al advertir el ruido y viendo que las  ramas hacía ruido, lanzaron un grito de espanto.  Diana se enfadó enormemente con el cazador  y recogiendo en el hueco de su mano el agua de la corriente, se la echa a la cara;  en aquel mismo momento, por arte de magia,  su cabeza aparece coronada por cuernos arborescentes, su cuello se prolonga, sus brazos se convierten en piernas largas y delgadas y todo su cuerpo queda cubierto de un pelo jaspeado;  en definitiva, Acteón es ya un ciervo.  Sus perros al descubrirle, le atacan.  Acteón quiere gritarles:  “Soy yo, vuestro amo!”, pero su garganta ya no puede emitir sonido alguno y muere poco después destrozado por los mismos perros que había amaestrado y alimentado y que poco antes saltaban de alegría a su alrededor prodigándole las más tiernas muestras de cariño.”


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