Acteón, era un noble humano, no tenía otra afición que la caza. Un día, después de haber matado innumerables
animales salvajes sobre el monte Citerón, y cuando el sol era más ardiente,
llamó junto a sí a sus compañeros para que dejaran la caza. Todos le obedecieron y se entregaron al
descanso. Muy cerca de donde estaban se extendía
el valle de Gargafia, consagrado a la diosa Diana. Era un paraje lleno de encantos, sombreado de
pinos y cipreses bajo cuyas ramas corría el agua fresca y transparente entre
dos riberas esmaltadas de flores. Allí la
diosa Diana, cansada de sus correrías, acababa de llegar con las ninfas,
divinidades bellísimas, que componen su
séquito, con el propósito de bañarse.
Acteón, que vagaba por el bosque sin rumbo fijo, tuvo la desgracia de
penetrar en ese vallecito y acercarse al mismo riachuelo. Las ninfas al advertir el ruido y viendo que
las ramas hacía ruido, lanzaron un grito
de espanto. Diana se enfadó enormemente
con el cazador y recogiendo en el hueco
de su mano el agua de la corriente, se la echa a la cara; en aquel mismo momento, por arte de magia, su cabeza aparece coronada por cuernos
arborescentes, su cuello se prolonga, sus brazos se convierten en piernas
largas y delgadas y todo su cuerpo queda cubierto de un pelo jaspeado; en definitiva, Acteón es ya un ciervo. Sus perros al descubrirle, le atacan. Acteón quiere gritarles: “Soy yo, vuestro amo!”, pero su garganta ya
no puede emitir sonido alguno y muere poco después destrozado por los mismos
perros que había amaestrado y alimentado y que poco antes saltaban de alegría a
su alrededor prodigándole las más tiernas muestras de cariño.”
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