domingo, 11 de diciembre de 2016

La rama seca de Ana María Matute

La rama seca
Apenas tenía seis años y aún no la llevaban al campo. Era por el tiempo de la siega, con un calor grande, abrasador, sobre los senderos. La dejaban en casa, cerrada con llave, y le decían:
—Que seas buena, que no alborotes: y si algo te pasara, asómate a la ventana y llama a doña Clementina.
Ella decía que sí con la cabeza. Pero nunca le ocurría nada, y se pasaba el día sentada al borde de la ventana, jugando con Pipa.
Doña Clementina la veía desde el huertecillo. Sus casas estaban pegadas la una a la otra, aunque la de doña Clementina era mucho más grande, y tenía, además, un huerto con un peral y dos ciruelos. Al otro lado del muro se abría la ventanuca tras la cual la niña se sentaba siempre. A veces, doña Clementina levantaba los ojos de su costura y la miraba.
—¿Qué haces, niña?
La niña tenía la carita delgada, pálida, entre las flacas trenzas de un negro mate.
—Juego con Pipa —decía.
Doña Clementina seguía cosiendo y no volvía a pensar en la niña. Luego, poco a poco, fue escuchando aquel raro parloteo que le llegaba de lo alto, a través de las ramas del peral. En su ventana, la pequeña de los Mediavilla se pasaba el día hablando, al parecer, con alguien.
—¿Con quién hablas, tú?
—Con Pipa.
Doña Clementina, día a día, se llenó de una curiosidad leve, tierna, por la niña.
[…]
Un día, por fin, se enteró de quién era Pipa.
—La muñeca —explicó la niña.
—Enséñamela...
La niña levantó en su mano terrosa un objeto que doña Clementina no podía ver claramente.
—No la veo, hija. Échamela...
[…]
La niña le echó a Pipa y doña Clementina cuando la tuvo en sus manos, se quedó pensativa. Pipa era simplemente una ramita seca envuelta en un trozo de percal sujeto con un cordel. Le dio la vuelta entre los dedos y miró con cierta tristeza hacia la ventana.
[…]
Cuando llegaba la hora de comer la niña cogía el plato que su madre le había dejado tapado, al arrimo de las ascuas. Lo llevaba a la ventana y comía despacito […]. Tenía a Pipa en las rodillas, y la hacía participar de su comida.
[…]
Un día, la niña dejó de asomarse a la ventana. Doña Clementina le preguntó a la mujer Mediavilla:
—¿Y la pequeña?
—Ay, está delicada, sabe usted. […]
—Sí —continuó explicando la Mediavilla—. […] Ya ve usted, ahora, en tanto se reponga, he de privarme de los brazos de Pascualín.
Pascualín tenía doce años y quedaba durante el día al cuidado de la niña. En realidad, Pascualín salía a la calle o se iba a robar fruta al huerto vecino, al del cura o al del alcalde. A veces, doña Clementina oía la voz de la niña que llamaba. Un día se decidió a ir, aunque sabía que su marido la regañaría. […]
Entró en una estancia muy pequeña, adonde la claridad llegaba apenas por un ventanuco alargado. Afuera, al otro lado, debían moverse las ramas de algún árbol, porque la luz era de un verde fresco y encendido, extraño como un sueño en la oscuridad. El fajo de luz verde venía a dar contra la cabecera de la cama de hierro en que estaba la niña. Al verla, abrió más sus párpados entornados.
—Hola, pequeña —dijo doña Clementina—. ¿Qué tal estás?
[…]
—Sabe usted —dijo la niña—, Pascualín es malo. Es un bruto. Dígale usted que me devuelva a Pipa, que me aburro sin Pipa...
[…]
Salió de allí, en silencio, y buscó a Pascualín. Estaba sentado en la calle, con la espalda apoyada en el muro de la casa. Iba descalzo y sus piernas morenas, desnudas, brillaban al sol como dos piezas de cobre.
[…]
—Pascualín, ¿qué hiciste de la muñeca de tu hermana? Devuélvesela.
[…]
—¡Anda! ¡La muñeca, dice! ¡Aviaos estamos!
Dio media vuelta y se fue hacia la casa, murmurando.
Al día siguiente, doña Clementina volvió a visitar a la niña. En cuanto la vio, como si se tratara de una cómplice, la pequeña le habló de Pipa:
—Que me traiga a Pipa, dígaselo usted, que la traiga...
El llanto levantaba el pecho de la niña, le llenaba la cara de lágrimas, que caían despacio hasta la manta.
—Yo te voy a traer una muñeca, no llores.
Doña Clementina dijo a su marido, por la noche:
—Tendría que bajar a Fuenmayor, a unas compras.
—Baja —respondió el médico, con la cabeza hundida en el periódico.
A las seis de la mañana doña Clementina tomó el auto de línea, y a las once bajó en Fuenmayor. En Fuenmayor había tiendas, mercado, y un gran bazar llamado El Ideal. Doña Clementina llevaba sus pequeños ahorros envueltos en un pañuelo de seda. En El Ideal compró una muñeca de cabello crespo y ojos redondos y fijos, que le pareció muy hermosa. “La pequeña va a alegrarse de veras”, pensó. Le costó más cara de lo que imaginaba, pero pagó de buena gana.
Anochecía ya cuando llegó a la aldea. Subió la escalera y, algo avergonzada de sí misma, notó que su corazón latía fuerte. La mujer Mediavilla estaba ya en casa, preparando la cena. En cuanto la vio alzó las dos manos.
—¡Ay, usted, doña Clementina! ¡Válgame Dios, ya disimulará en qué trazas la recibo! ¡Quién iba a pensar!...
Cortó sus exclamaciones.
—Venía a ver a la pequeña: le traigo un juguete...

Muda de asombro la Mediavilla la hizo pasar.
—Ay, cuitada, y mira quién viene a verte...
La niña levantó la cabeza de la almohada. La llama de un candil de aceite, clavado en la pared, temblaba, amarilla.
—Mira lo que te traigo: te traigo otra Pipa, mucho más bonita.
Abrió la caja y la muñeca apareció, rubia y extraña.
Los ojos negros de la niña estaban llenos de una luz nueva, que casi embellecía su carita fea. Una sonrisa se le iniciaba, que se enfrió enseguida a la vista de la muñeca. Dejó caer de nuevo la cabeza en la almohada y empezó a llorar despacio y silenciosamente, como acostumbraba.
—No es Pipa —dijo—. No es Pipa.
La madre empezó a chillar:
—¡Habrase visto la tonta! ¡Habrase visto, la desagradecida! ¡Ay, por Dios, doña Clementina, no se lo tenga usted en cuenta, que esta moza nos ha salido retrasada!...
Doña Clementina parpadeó. (Todos en el pueblo sabían que era una mujer tímida y solitaria, y le tenían cierta compasión).
—No importa, mujer —dijo, con una pálida sonrisa—. No importa.
Salió. La mujer Mediavilla cogió la muñeca entre sus manos rudas, como si se tratara de una flor.
—¡Ay, madre, y qué cosa más preciosa! ¡Habrase visto la tonta esta!...
Al día siguiente doña Clementina recogió del huerto una ramita seca y la envolvió en un retal. Subió a ver a la niña:
—Te traigo a tu Pipa.
La niña levantó la cabeza con la viveza del día anterior. De nuevo, la tristeza subió a sus ojos oscuros.
—No es Pipa.
Día a día, doña Clementina confeccionó Pipa tras Pipa, sin ningún resultado. Una gran tristeza la llenaba, y el caso llegó a oídos de don Leoncio.
—Oye, mujer: que no sepa yo de más majaderías de esas... ¡Ya no estamos, a estas alturas, para andar siendo el hazmerreír del pueblo! Que no vuelvas a ver a esa muchacha: se va a morir, de todos modos...
—¿Se va a morir?
—Pues claro, ¡qué remedio! No tienen posibilidades los Mediavilla para pensar en otra cosa... ¡Va a ser mejor para todos!
En efecto, apenas iniciado el otoño, la niña se murió. Doña Clementina sintió un pesar grande, allí dentro, donde un día le naciera tan tierna curiosidad por Pipa y su pequeña madre.
Fue a la primavera siguiente, ya en pleno deshielo, cuando una mañana, rebuscando en la tierra, bajo los ciruelos, apareció la ramita seca, envuelta en su pedazo de percal. Estaba quemada por la nieve, quebradiza, y el color rojo de la tela se había vuelto de un rosa desvaído. Doña Clementina tomó a Pipa entre sus dedos, la levantó con respeto y la miró, bajo los rayos pálidos del sol.
—Verdaderamente —se dijo—, ¡cuánta razón tenía la pequeña! ¡Qué cara tan hermosa y triste tiene esta muñeca!
Ana Mª Matute,