Érase
una vez una hermosa gallina, que vivía muy cómodamente en un cortijo, rodeada
de su numerosa familia, entre la cual se distinguía un pollo deforme y
estropeado. Pues éste era, justamente, el que la madre quería más; que así
hacen siempre las madres. El tal aborto, que había nacido de un huevo muy
chitiquitillo, no era más que un pollo a medias; y no parecía sino que la
espada del rey Salomón había ejecutado en él la sentencia que en cierta ocasión
pronunció aquel rey tan sabio. No tenía más que un ojo, un ala y una pata, y
con todo esto, tenía más humos que su padre, el cual era el gallo más gallardo,
más valiente y más galán que había en todos los corrales en veinte leguas a la
redonda. Se creía el polluelo el elegido de su casta. Si los demás pollos se
burlaban de él, pensaba que era por envidia, y si lo hacían las pollas, decía
que era de rabia, por el poco caso que de ellas hacía.
Un día le dijo a su madre.
-
Oiga usted, madre: el campo me fastidia. Me he propuesto ir a la corte a ver al
rey y la reina
La pobre madre se echó a temblar al oír aquellas palabras.
-
Hijo- exclamó-, ¿quién te ha metido en la cabeza semejante desatino? Tu padre
no salió jamás de su tierra, y ha sido la honra de su casta. ¿Dónde encontrarás
un corral como el que tienes? ¿Dónde un montón de estiércol más hermoso? ¿Un
alimento más sano y abundante, un gallinero tan abrigado cerca del andén, una
familia que más te quiera?
-
Nego – dijo Medio-pollito en latín, pues se las echaba de leído y escribido-;
mis hermanos son unos ignorantes y unos paletos.
-
Pero, hijo mío – repuso la madre-, ¿no te has mirado en el espejo? ¿no te ves
con una pata y un ojo menos?
-
Ya que sale usted por ese registro – replicó Mediopollito-, diré que debía
caerse usted muerta de vergüenza al verme en este estado. Usted tiene la culpa,
y nadie más. ¿De qué huevo he salido yo al mundo? ¿A qué fue del de un gallo
viejo?
-
No, hijo mío, de esos huevos no salen más que horribles pollos. Naciste del
último huevo que yo puse; y saliste débil e imperfecto porque aquél era el
último de la overa. No ha sido por culpa mía.
-
Puede ser – dijo Mediopollito con la cresta encendida de rabia como la grana-,
puede ser que me encuentre un cirujano diestro, que me ponga los miembros que
me falta. Con que, no hay remedio: me marcho.
-
Cuando su madre vio que no había forma de convencerle, le dijo:
-
Escucha, por lo menos, hijo mío, unos consejos prudentes de buena madre; huye
de ciertos hombres que hay en el mundo, llamados cocineros, que son enemigos
mortales nuestros, y nos tuercen el cuello en un santiamén. Y ahora ve a que tu
padre te dé la bendición.
Mediopollito se acercó a su padre, bajó la cabeza para besarle la pata, y le
pidió la bendición. El venerable gallo se la dio con más dignidad que ternura,
pues conocía el mal fondo de su hijo. La madre se enterneció y lloró
desconsoladamente, y secó sus lágrimas con hojas secas.
Mediopollito tomó la maleta, batió el ala y cantó tres veces en señal de
despedida. Al llegar a las orillas de un arroyo casi seco, porque era verano,
se encontró con que el escaso hilo de agua se encontraba detenido por unas
ramas. El arroyo, al ver al caminante, el dijo:
-
Ya ves, amigo, qué débil estoy; apenas puedo dar un paso. Ni tengo fuerzas
bastantes para empujar esas ramillas. Tú puedes sacarme fácilmente de ese
apuro, apartándolas con tu pico. Así podrás contar con mis servicios cuando el
agua del cielo haya restablecido mis fuerzas.
El pollito le respondió:
-
Puedo, pero no quiero. ¿Acaso tengo yo cara de criado de arroyos pobres y
miserables?
-
¡Ya te acordarás de mí cuando menos lo pienses! – murmuró el arroyo con voz
debilitada.
Un poco más lejos encontró al viento, que estaba tendido y casi sin fuerzas en
el suelo.
-
Querido Mediopollito – le dijo-; en este mundo todos tenemos necesidad unos de
otros. Mira cómo me ha puesto este día de calor. Apenas puedo moverme. Si tú
quisieras levantarme dos dedos del suelo con tu pico, y abanicarme con tu ala podría
volver a mi caverna con mis hermanas las tormentas.
-
No, caballero, que a cada puerco le toca su San Martín- respondió el malvado
pollito-.
Esto dijo, cantó tres veces con voz clara y pavoneándose siguió su camino.
En medio del campo segado al que habían pegado fuego unos labradores, se alzaba
una columnita de humo. Mediopollito se acercó y vio la chispa diminuta, que se
iba apagando unos instantes entre sus cenizas.
-
Amado Mediopollito – le dijo la chispa al verle-, a buena hora vienes a
salvarme la vida. Por falta de alimento estoy en el último trance. No sé dónde
se ha metido mi primo el viento, que es el que siempre me salva. Tráeme unas
pajitas para reanimarme.
-
Revienta, si te la gana, que maldita la falta que me haces.
-
¡Quién sabe si te haré falta algún día!
-
¿Qué todavía hablas? – dijo el perverso animal-. Pues tómate esa.
Y diciendo esto, le cubrió de cenizas. Tras lo cual se puso a cantar, como era
su costumbre, muy contento como si hubiera hecho una gran hazaña.
Por fin llegó a la ciudad, al palacio, donde quiso entrar para ver al rey y la
reina, y los centinelas le gritaron: “¡Atrás!” y tuvo que entrar por una puerta
trasera donde había mucha gente entrando y saliendo. Preguntó quiénes eran, y
supo que eran los cocineros de su majestad. En lugar de huir, como se lo había
prevenido su madre, sólo por desobedecer, entró muy erguido de cresta y cola;
pero uno de los mozos le echó el guante y el agarró por el pescuezo en un abrir
y cerrar de ojos.
-
Vamos – dijo-, agua para desplumar a este bichejo.
-
¡Agua, mi querida doña Cristalina – dijo el pollito – haz el favor de no escaldarme!
¡Ten piedad!...Compadécete de mí...
-
¡La tuviste tú cuando te pedí socorro, mal engendro! – le respondió el agua,
hirviendo de cólera. Y le inundó de arriba abajo, mientras los pinches le
dejaban sin una pluma.
El
cocinero, entonces, le puso en el asador.
-
¡Fuego! ¡Brillante fuego! Tú, que eres tan poderoso y resplandeciente, duélete
de mi situación, reprime tu ardor, apaga tus llamas, no me quemes.
-
¡Bribonazo! – respondió el fuego-¿Cómo tienes valor de acudir a mí, después de
haberme ahogado? Acércate y verás lo que es bueno.
Y, en efecto, no se contentó con dorarle, sino que le abrasó hasta ponerle como
un carbón.
Cuando el cocinero le vio en tal estado, le agarró de la pata y lo tiró por la
ventana. Entonces el viento se apoderó de él.
-
Viento – grito Mediopollito-, mi querido viento, mi venerado viento; tú que
reinas en todo, poderoso de poderosos, ten compasión y déjame tranquilo en ese
montón de estiércol.
-
¡Dejarte! – rugió el viento arrebatándolo en un torbellino y volteándole en el
aire como un trompo.
Y el viento depositó a Mediopollito en lo alto de un campanario. Y quedó
clavado de firme. Desde entonces ocupa aquel puesto, negro, flaco y desplumado,
azotado por la lluvia y empujado por el viento. Ya no se llama Mediopollito,
sino veleta. Allí está pagando sus culpas, su desobediencia, su orgullo y su
maldad. Y sólo se acuerda de él su madre en las largas y tristes tardes del
invierno.
(Popular
andaluz, de “La Gaviota” de Fernán Caballero)
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