Érase un pobre tan pobre que no tenía con que vestir el octavo hijo que
iba a traerle la cigüeña, ni qué dar de comer a los otro siete. Un día salió de
su casa porque le partía el corazón oírlos llorar y pedirle pan. Echó a andar, sin saber adónde, y después de haber
estado andando, andando, todo el día se encontró por la noche a la entrada de
una cueva de ladrones. El capitán salió a la puerta. ¡Era terrible!
-
¿Quién eres?
¿Qué quieres? – le preguntó con voz de trueno.
-
Señor, soy
un infeliz que no hago mal a nadie- respondió el pobrecillo hincándose de
rodillas-. Me he salido de mi casa por no oír a mis pobres hijos pidiéndome
pan, que no puedo darles.
El capitán tuvo compasión del pobrecillo, y
habiéndole dado de comer y regalarle una bolsa de dinero y un caballo le dijo:
-
Vete, y
cuando la cigüeña te traiga el otro hijo, avísame, y seré tu padrino.
Pues el hombre se volvió a casa tan contento, que
no le cabía el corazón en el pecho pensando en la alegría que daría a su mujer
y sus hijos. Pero cuando llegó la cigüeña ya había traído al niño, el cual
estaba en la cama con su madre. Entonces se fue a la cueva y le dijo al
bandolero lo que había sucedido, y el capitán le prometió que aquella noche
estaría en la iglesia y cumpliría su palabra. Así lo hizo, y tuvo al niño en la
pila, y le regaló un saco lleno de oro.
Pero al poco
tiempo el niño se murió, y se fue la Cielo. San Pedro, que estaba en la puerta,
le dijo que se colara; pero él respondió:
-
No entro, si
no entra mi padrino conmigo.
-
¿Y quién es
tu padrino? – le preguntó el santo.
-
Un capitán
de bandoleros.
-
Pues tú
puedes entrar, pero tu padrino, no- respondió San Pedro.
El niño se sentó muy triste en la puerta, con la
mano puesta en la mejilla. Acertó a pasar por allí Jesús, y le dijo:
-
¿Por qué no
entras, niño?
-
No quiero
entrar si no entra mi padrino-respondió una vez más el niño.
El niño cruzó sus manos y se puso a llorar, y lloró
tanto que Jesús se compadeció de él. Se fue y volvió con una copita de oro en
las manos; se la dio al niño, y le dijo:
-
Ve a buscar
a tu padrino y dile que llene esta copa con lágrimas de arrepentimiento, y
entonces podrá entrar contigo en el Cielo. Toma estas alas de plata y echa a
volar.
El ladrón estaba durmiendo en una peña con la
escopeta en una mano y la navaja en la otra. Al despertar vio, frente a sí, un
precioso niño sentado en una mata, con unas alas de plata que relumbraban al
sol y una copa de oro en la mano.
El ladrón se restregó los ojos pensando que estaba
soñando, pero el niño le dijo:
-
Soy yo, tu
ahijado. Y le contó todo lo que le había ocurrido. Entonces el corazón del
ladrón se abrió como una granada y sus ojos vertían agua como una fuente. Su
dolor fue tan agudo, y tan vivo su arrepentimiento, que le penetraron en el
pecho como dos puñales, y murió. Entonces el niño tomó la copa llena de
lágrimas y voló con el alma del su padrino al cielo, saludaron a Jesús que les
esperaba y vivieron felices siempre.
(Popular andaluz, en “La Gaviota”, de Fernán
Caballero)
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