jueves, 11 de enero de 2018

MUERTE Y TRANSFORMACIÓN DE HÉRCULES

Muerte e inmortalidad de Hércules


   Cuando llegó a la rápida corriente del Eveno. El río estaba más lleno que de costumbre, crecido por las tormentas invernales, lleno de remolinos e impracticable. Hércules no temía por sí mismo, pero estaba preocupado por su esposa; entonces apareció Neso, de miembros vigorosos y experto en cruzar ríos, y le dijo: «Ella llegará a la otra orilla con mi ayuda. Tú cruza a nado, empleando tus fuerzas.» Hércules entregó a Neso a la asustada joven, que estaba pálida de miedo, temerosa del río y del propio centauro. 

Acto seguido, tal como estaba, cargado con su aljaba y con la piel de león (pues ya había arrojado a la otra orilla la maza y el  arco), dijo: «¡Puesto que ya he empezado con los ríos, venzamos a éste también!», y no dudó un instante ni buscó el punto en que las aguas estuvieran más tranquilas, ni quiso dejarse llevar ayudado por la corriente. Cuando ya estaba en la orilla, mientras recogía el arco que antes había arrojado, reconoció la voz de su esposa, y mientras Neso, el centauro, se disponía a escapar con la que le había sido confiada, le gritó: «¿Adónde crees que te lleva esa vana confianza en tus pies, oh bruto? ¡A ti te digo, Neso deforme! ¡Hazme caso, y no robes mi mujer! " Pero no podrás huir, aunque confíes en tus cualidades de caballo: no es con los pies con lo que te voy a alcanzar, sino con las armas!” Y confirmó sus últimas palabras con hechos, atravesándole la espalda con una flecha mientras huía. El ganchudo hierro sobresalía por el pecho, y al extraerlo la sangre brotó por los dos agujeros, mezclada con el terrible veneno de la Hidra de Lerna.  Neso recogió esta sangre y dijo para sí: « !Pues no moriré sin venganza! », y entregó corno regalo a la joven raptada su túnica empapada en cálida sangre, diciéndole que era un estímulo para el amor.




   Pasó un largo espacio de tiempo, y las hazañas del gran Hércules llenaron las tierras y el odio de su madrastra Hera, la hermana y esposa de Zeus. Regresaba vencedor y se disponía a ofrecer un sacrificio a Zeus cuando la fama, que disfruta añadiendo falsedades a la verdad y que, partiendo de algo sin importancia, va creciendo gracias a las mentiras, se adelantó a él e hizo llegar a tus oídos,  Deyanira, que Hércules estaba enamorado apasionadamente de la bella lole.  Ella, enamorada, lo creyó, y agobiada por la noticia de ese nuevo amor primero se entregó al llanto y, desesperada, dio rienda suelta a su dolor. Pero luego dijo: «Pero ¿por qué estoy llorando? ¡Estas Lágrimas no harán sino alegrar a mi rival! Puesto que está a punto de llegar, tengo que apresurarme y planear algo mientras todavía es posible y no hay otra ocupando mi cama. ¿Es mejor que me lamente o que guarde silencio? ¿Regreso con mis padres o me quedo? ¿O debería salir de la casa y, si no hay fuerzas mayores impedirle el paso? ¿Y si, por el contrario, preparo un crimen despiadado, y les demuestro hasta dónde puede llegar una mujer celosa y ofendida, decapitando a esa adúltera?» Su ánimo vacila entre impulsos contrarios. Por fin, de todos ellos predomina el de enviar a Hércules la túnica empapada en la sangre de Neso, para que vuelva a fortalecer el amor debilitado. Y sin saber que le está entregando su propia desgracia, se la entrega a un criado, que ignora qué es lo que lleva, y, tristísima, le ordena partir con dulces palabras.

     El héroe la toma, desprevenido, y reviste sus hombros con el veneno del monstruo de mil cabezas, la hidra de Lerna que él mismo mató en sus famosos trabajos. Estaba rezando y echando incienso en los fuegos recién encendidos, y con una copa vertía vino sobre el altar: la fuerza del veneno empezó a templarse, y deshaciéndose al calor de las llamas se fundió, extendiéndose por todo el cuerpo de Hércules. Mientras pudo, reprimió los gritos de dolor con el valor que le caracterizaba: luego, cuando el mal venció su capacidad de aguante, llenó con sus gritos el bosque. Al punto intenta desgarrar la mortal túnica: allí donde la arranca, ésta arranca también la piel y, me horroriza decirlo, o bien se adhiere a los miembros cuando en vano intenta despegarla, o bien deja al descubierto la carne desgarrada y los grandes huesos. La misma sangre crepita con estruendo, como cuando se sumerge una plancha incandescente en una cuba de agua helada, y hierve a contacto con el ardiente veneno. Y no termina aquí: llamas voraces consumen sus entrañas, un sudor azulado fluye por todo su cuerpo, los músculos chasquean abrasados, y con la médula deshecha por el oculto, exclama tendiendo los brazos hacia las estrellas. «¡Aliméntate de mi desgracia, Juno (Hera)!” ¡Aliméntate, y desde las alturas observa, cruel, este azote, y sacia tu corazón despiadado! ¡La muerte será para mí un regalo: propio es de una madrastra conceder esta clase de premios!
     Pero Zeus no puede permitir un desenlace así para su hijo, y en el Olimpo, ante los dioses reunidos, declara:
“Yo lo recibiré en las regiones del cielo, y confío en que mi decisión sea motivo de felicidad para todos los dioses. Si alguien, no estuviera de acuerdo con el premio que le ha sido concedido, tendrá que reconocer al menos que mi hijo se lo ha merecido, y debería aprobarlo, incluso en contra de su voluntad.” Los dioses asintieron; también la esposa de Zeus pareció aceptar lo demás sin dureza en el rostro, pero las últimas palabras las recibió con la expresión algo tensa, y se dolió al sentirse aludida.

Mientras tanto, todo lo que pudo haber sido devorado por las llamas había sido destruido.  No quedó imagen reconocible de Hércules, ni nada que hubiera tomado la forma de su madre: tan solo conservó la huella de Zeus.  Cuando se hubo despojado de su cuerpo mortal, el héroe floreció con la parte mejor de sí, y empezó a hacerse más venerable, lleno de augusta solemnidad.  El padre omnipotente se lo llevó envuelto en una nube y lo colocó sobre una cuadriga entre las estrellas radiantes, y vivirá para siempre en el firmamento.
(Ovidio, Metamorfosis”)

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